Enriqueta Cebrián Alonso. El tiempo entre las manos

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Artículo publicado en LOS OJOS DE HIPATIA el 4 de noviembre de 2020

Nada parecía sugerir que Enriqueta Cebrián Alonso (Puçol, 1960), con grandes dotes para la pintura y el dibujo, dirigiría su trayectoria profesional hacia la conservación y la restauración de bienes culturales. Cambiar el lienzo, los pinceles y el carboncillo por los utensilios para intervenir grandes piezas de piedra y de metal no fue sencillo ni ocurrió temprano, tuvo mucho que ver con su interés por recuperar el pasado para entender mejor el presente y orientarse en el futuro. Esta tendencia le impulsó a documentarse y a reivindicar la memoria histórica que reúnen las piezas arqueológicas, las esculturas y los espacios arquitectónicos. Pero seguir ese itinerario no le fue fácil ya que la formación que recibió en el distrito universitario de Valencia no contemplaba tales estudios y aún tardaría más de una década en consolidarse un itinerario formativo en conservación y restauración de bienes culturales en su concepto actual. De tal forma que, en 1985, obtuvo la Licenciatura en Bellas Artes por la Universidad Politécnica de Valencia y, adelantándose en el tiempo, viajó a Italia para en 1991 titularse en restauración por el Istituto Italiano per l’Artel’Artigianato e il Restauro de Roma.

Primeras prácticas, ya como estudiante, en la Iglesia de Santa Maria della Sanità, Santa Lucia di Serino, Avellino, 1990.

En realidad, como a menudo sucede, todo comenzó de forma azarosa. Fue en 1989 durante unas vacaciones de Pascua cuando llegó a Italia y tuvo la ocasión de comprobar de primera mano los destrozos que había provocado los movimientos sísmicos que se produjeron en aquel país, entre noviembre de 1980 y enero de 1981. Aquellos terremotos dañaron el monasterio de las clarisas de Santa María della Sanità en Santa Lucia di Serino, provincia de Avellino. El movimiento oscilatorio y trepidatorio de aquella catástrofe desplazó el edificio, generando una fractura que afectaba a todo su eje transversal y, en consecuencia, muchos de los fragmentos de las decoraciones de estuco y de las pinturas murales quedaron esparcidos por el suelo. Además, también fueron afectadas las pinturas sobre tabla de la nave central y la tela de gran tamaño que ocupaba el espacio principal. Mirara por donde mirara, ya fueran altares, estatuaria, mobiliario o pavimento, todo se veía destruido. En los días siguientes, en calidad de observadora, Enriqueta supo cómo había sido la intervención de emergencia por parte de la Soprintendenza ai Monumenti della Campania y escuchó con qué cuidado se había recuperado y restituido a su lugar original todos los fragmentos posibles y cómo, después de la restauración arquitectónica, proseguían los trabajos en los frescos, los estucos y el techo de pinturas sobre tabla. Aquella experiencia fue decisiva y acabadas sus vacaciones, de vuelta a su casa de Valencia, decidió que quería ir a Roma a estudiar conservación y restauración de Bienes Culturales. Abandonó el trabajo que entonces tenía como profesora de pintura, preparó todos los trámites necesarios y en septiembre de ese mismo año (1989) ya estaba viviendo en Roma y cursando estudios de restauración de pinturas. Contado así parece que este cambio de rumbo fuera producto de una decisión inmediata para ir a buscar otra formación académica, pero más bien fue una elección valiente que le obligaba a sopesar una nueva condición profesional en un ámbito laboral ya de por sí complejo y precario. Es más, tuvo el coraje de ser pionera en un oficio, el de la conservación y restauración de los materiales lapídeos, que el imaginario social todavía consideraba poco apropiado para las mujeres ya que suponía subir a los andamios, desafiar las alturas y utilizar instrumentos de precisión.

Observación de una escultura policromada con la lupa binocular. Museu de Belles Arts de Valencia, 1999

En otras palabras, la determinación de afrontar profesionalmente la vía de la restauración le llegó bajo la fórmula de una voz interior que experimentó como una epifanía personal, subida a un andamio de cinco pisos y examinando la intervención de la iglesia de Santa María della Sanità, en cuyos estucos trabaja el experto Carlo Sassetti bajo la supervisión de la restauradora Verónica Hartman. En aquel lugar sagrado se vio arrastrada momentáneamente por la actitud reverencial que el entorno arquitectónico exigía. Podría decirse que se vio sumida en una experiencia estética radical, donde las obras de arte yacían silentes, fragmentadas en cascotes de diversos tamaños, pero sin haber perdido el aura de ser en esencia una creación original y única1. De hecho, el conocer en primera línea los procesos de restauración, explicados por quienes allí trabajaban, fue revelador para canalizar su entusiasmo. Fue entonces cuando, sin saber explicar qué le estaba pasando, notó que quería formar parte del gremio de los restauradores, descartando para sí otros embates artísticos. Y allí, desde las alturas de aquellos tablones por los que caminaba con cuidado para no caer al vacío, sintió a la par tanto alegría como desafío. Lo primero, por haber encontrado una razón de ser y lo segundo, por intuir cuánto le quedaba por aprender y el largo recorrido que tendría que pasar para lograrlo. Por ello, siempre consideró un honor haber sido invitada a subir a esa atalaya móvil que, a bastantes metros del suelo y conjurando el miedo al vértigo, le permitió vivir aquella experiencia que tan radicalmente le afectó y con la que cayó en la cuenta hacia dónde quería dirigirse profesionalmente. Al poco, reunió sus ahorros y se instaló en Roma para seguir su formación. Una decisión que le permitió entre otras oportunidades contemplar de cerca el trabajo de Francesca Romana Mainieri y Rosalia Varoli Piazza, en la restauración de la Loggia di Psiche decorada por Raffaello y sus alumnos en Villa Farnesina o ser invitada por Gianluigi Colallucci para subir al andamio de la Capilla Sixtina durante la restauración del Juicio Final de Michelangelo Buonarroti, un fresco realizado en 226 metros cuadrados de pared y que contiene 314 personajes, entre ellos al mismo pintor que dejó su autorretrato en la figura de un San Bartolomé despellejado situado cerca de Cristo. Experiencias que le son inolvidables y que suele rememorar con inmensa gratitud por haberle permitido atravesar los bastidores de obras maestras sin precedentes.


Con todo, se precisa una disposición de carácter específica para sentir lo valiosa que es una pieza que se talló, esculpió o pintó hace centenares de años. Es una aptitud que va más allá de la laboriosidad o la meticulosidad con la que se aplican las técnicas para recuperar una pátina original o para no dañar de manera irreversible el bien cultural del que se trate. Se requiere la capacidad para imaginar la existencia y el universo simbólico de alguien que nos antecedió y que se comunica con nosotros desde el pasado. En ese sentido, se precisa de una mirada empática hacia la destreza artística de quien nos dejó el testimonio de la creatividad de una época anterior. De tal modo que la metodología científica, necesaria para la tarea de recuperar y restaurar bienes culturales, no ha de aplicarse de forma automática sin más, sino intentando intuir y comprender simultáneamente la intención de quien hizo el esfuerzo de crear. Y Enriqueta Cebrián Alonso conjuga a la perfección esas dotes, mezcla de intuición, atención visual y solvencia técnica, que le hacen ser consciente de cómo el arte es capaz de revelar una identidad común y de cómo el tiempo pasado puede convertirse en un tiempo siempre presente entre sus manos. No por casualidad la restauradora nació con un talento especial para la observación y la memoria asociativa que agudizó en los años de su juventud en los que vivió en Roma, ciudad por la que paseaba descubriendo aspectos que resultaban desapercibidos a los turistas, escrutando el patrimonio ingente de sus obras de arte dispersas entre pinacotecas, galerías y museos y analizando, de cuándo en cuándo, cómo discurría su evolución estilística entre el mundo clásico, el barroco y el neoclásico. Allí se formó y estableció vínculos que nunca perdió del todo. De hecho, mantuvo el contacto con esta ciudad que un día fue caput mundi2 y siguió visitándola y comprobando in situ trabajos de restauración a los que tenía acceso gracias a sus antiguas amistades que le ofrecían la posibilidad de quedar al «mezzogiorno» para «mangiare un panino e vedere il cantiere».

Con los compañeros de la Zeta Art Restauro y Marisol Burgio D’Aragona en el palacio Altemps durante una pausa para comer. Roma 1991.

Eran los años en los que la Galleria Borghese se mantenía cerrada al público por estar realizándose los trabajos de conservación de sus mosaicos. De nuevo vivió como un privilegio poder visitar, acompañada por un vigilante, la que se conoce como la mayor de las colecciones privadas del mundo, entre pinturas y esculturas clásicas y modernas. Tuvo la fortuna de encontrarse a solas con las obras de Canova, Caravaggio o Bernini. Un recorrido que dejó poso en su retina y que le ayudó a seguir forjando su tendencia a tratar de forma equidistante la dimensión pragmática y filosófica, poética y estética, que encontraría en las piezas que más tarde tendría la responsabilidad profesional de restaurar. No cabe duda que fue todo un hito formarse en Roma en contacto con profesionales de primera talla como los citados antes y con compañeros como Giacomo Casaril y Rita De Duro que le explicaron la intervención conservativa llevaba a cabo en los Horrea, en las inmediaciones del Monte Palatino que fue la sede de los primeros palacios erigidos y donde cada 21 de abril se sigue festejando la fundación de la ciudad. Como también lo fue, el poder asistir junto a Simone de Turres, Simon Warrack y Nikos Vakalis, a la presentación de los trabajos de conservación de las dos fuentes de Piazza Farnese y disfrutar de la conversación con Benoit de Tapol quien le relataba animadamente los más innovadores proyectos internacionales de conservación y restauración. Sin embargo, siendo esto cierto, aún lo fue más introducirse en la belleza de una ciudad que se conoce como la Urbs por excelencia, dado la riqueza de sus monumentos, o como «città eterna», dada su capacidad inmortal para seguir viva y resurgir continuamente de sus propias ruinas3. Es indudable que la monumentalidad de la ciudad que cautivó a Winckelmann y Goethe sigue ejerciendo una fascinación inmediata a quien la visita ya sea turista, viajero o peregrino, pero el hecho de que en ella el pasado tenga vigencia sobre el presente es lo que realmente destacan quienes se encargan de recuperarlo. En cualquier caso, es un hecho que la belleza de Roma alcanza e imprime carácter en quien se dedica a conservarla y en esa tesitura fue en la que, en las primeras etapas de su vida profesional, se vio envuelta la restauradora hasta el punto de compartir con la ciudad parte de su destino y talante.

Durante un tiempo, compaginó su labor como docente y como técnica de restauración. Fue profesora en la Escola Superior de Conservació i Restauració de Béns Culturals de Catalunya (ESCRBCC) y del curso “Caracterización y restauración de materiales pétreos en Arquitectura, Escultura y Arqueología”, en la Universidad de Zaragoza. Ejerció también como tutora de prácticas de restauración de escultura en colaboración con el M.S.T, Conservation-Restauration des Biens Culturels de la Universidad de la Sorbona. En cuanto a su experiencia técnica cuenta en su haber la restauración de numerosas piezas de piedra, yeso, terracota, metales y policromías en escultura, arquitectura y arqueología. Al respecto, en el ámbito público, fue técnica restauradora en el Museu Nacional D´Art de Catalunya (MNAC) de Barcelona y en el Museu de Belles Arts de Valencia y por otro lado, en el ámbito privado, trabajó en diversas empresas de Italia y España. Pero sería en 1997 cuando obtendría un merecido reconocimiento internacional al ser seleccionada y distinguida, cómo única representante de su país, por el Centro Internacional de Estudios para la Conservación y la Restauración de los Bienes Culturales (ICCROM), organismo impulsado por la UNESCO en 1956 y que tiene su sede fijada en Roma desde 1959. Fue esta una etapa clave en su formación con profesorado como Andreas Arnold, Ernesto Borelli, Giulia Caneva, Michele Cordaro, Eddy de Witte, Jukka Jokilehto, Marisa Laurenzi-Tabasso, Lorenzo Lazzarini, Ipolito Massari, Peter Rockwell o Giorgio Torraca, entre otros, y que compartió con jóvenes de diversos países durante una prolongada estancia en Venecia con ocasión del 12th International Course on the Technology of Stone Conservation. Más tarde, especializada ya en conservación y restauración de materiales lapídeos, fue dirigida por el doctor Josep Montesinos Martínez, actual decano de la Facultad de Geografía e Historia de la Universitat de València, para investigar sobre las técnicas y las materias de la escultura ibérica en piedra.

Con la arquitecta especialista en conservación de la piedra Marcia Dantas Braga, en una visita a los trabajos en el Arco de Settimio Severo durante el 12th International Course on the Technology of Stone Conservation. ICCROM/UNESCO. Roma 1997.

Entre sus obras restauradas se cuentan las que realizó de Mariano Benliure, en especial el sarcófago de Vicente Blasco Ibañez en latón dorado y mármol de Carrara depositado en el Museo de Bellas Artes de Valencia o la emblemática escultura en piedra del León de Bocairent. En cuanto a trabajos de asesoramiento técnico cabe citar su colaboración para la intervención de los Sepulcros de Calixto III y Alejando VI en la iglesia del Montserrat en Roma. Y en otro registro, la redacción del informe sobre los productos de barrera utilizados para la reversibilidad de los decorados realizados en el centro histórico de Barcelona durante el rodaje de la película El perfume, producida por Constantin Film, a petición de la empresa ArtisPlus SL. A todo ello hay que destacar que es autora de diversas publicaciones, entre artículos, ponencias y comunicaciones, que la definen como una experta en restauración de materiales lapídeos, metales y policromías.

Mención aparte, merece destacar que entre 1989 y 1991 obtuvo la condición de usuaria investigadora de la Bibliotheca Hertziana, institución que pertenece al Max Planck Institut de Historia de Arte de Roma. Durante las frecuentes visitas que realizó al palacio de los Zuccari en Via Gregoriana, reunió más de doscientas fichas bibliográficas sobre filosofía y pintura del quattrocento con las que completaría su iniciación estética y artística y que le serían muy útiles en su posterior labor profesional. Con todo, a Enriqueta Cebrián Alonso le gusta situarse y recrearse en el proceso mismo de la restauración, en el sentido de disfrutar de lo experiencial para cotejarlo luego a nivel intelectual. Una actitud que extrema para dejarse envolver por la belleza serena y suntuosa que acontece en los sitios más inverosímiles de Italia donde, cuando menos se espera, puede asaltarte un estado de gracia en el que el aliento se corta y cuesta respirar. Es algo que no ocurre a menudo, ni sucede a todas las personas, hace falta una predisposición para dejarse sorprender por todas las presencias, todas las luces y todas las tonalidades que se aúnan en un lugar determinado entre naturaleza y cultura. En ese momento de delirio estético se accede al genius loci o espíritu protector que, según los romanos, custodiaba los espacios. Si se sucumbe a él, se percibe la sensación de formar parte de un mundo que ha sido creado a lo largo de los siglos y que, a pesar del paso del tiempo, ha logrado llegar pletórico hasta el presente. Una sensación tal cuenta Enriqueta que recibió al ir deliberadamente a Pienza4 a buscar ese espacio mágico del que sabía su existencia y que tenía in mente, fruto de sus lecturas de los tratados de arquitectura del renacimiento que consultaba cuando acudía asiduamente a la Bibliotheca Hertziana de Roma para realizar tareas de investigación.

En la actualidad, Enriqueta Cebrián Alonso reside en su localidad natal, en una casa de finales del siglo XIX compuesta de varias plantas que ella misma ha restaurado con meticulosidad y paciencia. Allí suele ejercer de buena anfitriona y con su gusto por la cocina, otro tipo de restauración, consigue trasladar lo esencial de la experiencia gastronómica de Roma donde no basta con descubrir su historia sino también su color y su sabor. Culta y buena conversadora, al uso de aquellas mujeres romanas cuyo rango social les permitía educarse para dialogar de forma inteligente en los banquetes5, puede ofrecer de aperitivo una copa de vino blanco de Frascati y deleitar a los comensales con algún plato tradicional romano donde no falten ni las alcachofas ni las habas. Hasta hace poco un gato blanco y una gata negra, como si fueran dos piezas vivas de ajedrez, se desplazaban de forma plácida y sigilosa por las amplias estancias de la casa, añadiendo a la vivienda un sello romano más. Sabedora de la costumbre de las «gattare» o «mamme dei gatti» que cuidan y alimentan a los millares de gatos que toman el sol entre los monumentos de Roma, evocaba a menudo esa estampa que ha venido a consolidarse en el imaginario romano difundido por todo el mundo6. En su jardín hay también un detalle simbólico que vincula su residencia con Italia. No se trata de un pino, ni de un laurel, ni de un ciprés, ni tampoco de una mimosa a pesar de ser habituales en los parques y las villas de la ciudad romana, sino de una hermosa planta de «Acanthus mollis», cuya semilla tomó del suelo en las inmediaciones de la Domus Augustea y cuyas hojas de acanto crecen en el patio de su casa. Cuando la visito, siempre encuentro ocasión para conocer algo nuevo de una Roma desconocida que sabe contarme mientras tomamos un café y algún dulce casero con el que rememora el sabor artesanal de aquella pastiera napoletana que aparecía, durante los trabajos de restauración, en medio de un absoluto silencio en la iglesia de Santa María della Sanità, en Santa Lucia di Serino. Un dulce realizado por las mismas monjas clarisas que lo dejaban en el ancho alféizar de una ventana cerca del piso superior del andamio. Unas monjas que nunca se dejaron ver pero que encontraron en ese gesto la forma de hacer llegar su agradecimiento a quienes se afanaban por recuperar el patrimonio cultural de aquel monasterio en el que hoy aún viven once de ellas.

Con Paola Casalino durante los trabajos de restauración de la Fontana di Trevi, al fondo el andamio y el vaso de la fuente cubierto por una lona. Roma 1990.

A menudo escuchando a Enriqueta, me parece estar delante de una de aquellas mujeres cuyos retratos se han recuperado del yacimiento de Pompeya y que aparecen pensativas, con la mirada atenta a cuanto sucede a su alrededor, para anotarlo utilizando el estilete que sostienen con la mano en alza mientras lo posan rozando su boca. No es extraño que sea así, pues observo esa misma mirada y postura inteligente cuando describe al detalle la anamnesis de las piezas que restauró. Y, conforme avanza en el relato, cada vez se hace más evidente que para la restauradora su labor pasa por recuperar la memoria histórica que destilan los bienes culturales a fin de que no se olvide la experiencia común de humanidad que representa la cultura y el arte en su dimensión antropológica, tal como lo expuso el filósofo italiano Giambattista Vico en el siglo XVIII7. En ese sentido, parece haber heredado de quienes le formaron en este oficio sus explicaciones técnicas, su rigor metodológico y su máximo respeto a los bienes intervenidos, junto al brillo que les iluminaba los ojos por la satisfacción del trabajo bien hecho con el que ponían en valor el patrimonio recibido. Ávida de curiosidad y conocimiento, siente intacta la gratitud que profesa hacia quienes le ayudaron a no claudicar y afrontar esa experiencia estética de primer orden que movilizó en su interior el deseo de dedicarse a la restauración y conservación de los bienes culturales tras haber comprendido, como ya le ocurriera a Goethe8, que había nacido una segunda vez el día que puso un pie en Roma.

Por eso mismo, valora tanto la experiencia del testimonio y la posibilidad de intercambiarlo oralmente, dándole un valor narrativo visual a su trabajo. De ahí que, aunque sea una experta en las tecnologías más recientes que se aplican a la restauración, no esté ajena a la crisis de narración que padecemos en la actualidad donde, a decir de Walter Benjamin9, vivimos la paradoja de estar sumidos en una época pobre de experiencia, pero rica en información. Al respecto, es evidente que la sociedad actual es una sociedad tecnológica donde prima la información y se descuida la experiencia antropológica del acontecimiento, de la alteridad, de la responsabilidad y del hecho de compartir un origen común como humanidad. Sin embargo, Enriqueta Cebrián Alonso rescata enfáticamente la sensibilidad, la imaginación y los sentimientos y les da un lugar privilegiado sin dejar de desmerecer las habilidades técnicas propias de su labor como restauradora y conservadora de bienes culturales. En su recorrido profesional fueron muchas las contingencias a las que se enfrentó y muchos los mansplaining que escuchó, sinsabores ocasionados por haber transitado la senda de la Medusa10 y desafiar la misoginia imperante. En suma, su biografía y su trayectoria profesional en los inicios de los estudios de restauración y conservación cuando aún eran desconocidos en la formación universitaria de la época, le hacen ser un referente legítimo que merece ser contado y formar parte de la historia del legado cultural de las mujeres en un campo en el que ha sido pionera y destaca con creces por mérito propio.

Con Rita De Duro y Giacomo Casaril ante un muro de los Horrea en el Palatino durante una visita al cantiere. Roma 1998.

NOTAS

  • Benjamin, Walter, «La obra de arte en la época de su reproductibilidad técnica» en Discursos interrumpidos, Taurus, Madrid, 1973, trad. De Jesús Aguirre, pp. 15-57. Como se sabe, Benjamin recuerda en este texto cómo el arte ha perdido su aura en la época en la que la reproducción de las imágenes y su continua distribución en ámbitos diversos, le restan originalidad y reverencia. A mi entender, quienes aún pueden apreciar el aura del arte son quienes se dedican a la restauración de los bienes culturales al estar en contacto directo con la pieza original y sentir el respeto casi devocional que merece.
  • 2 «Roma caput mundi regit frena orbis rotudin», es un verso que reivindicaba la capacidad del Imperio romano de dictar la ley alrededor del mundo entero y que daba cuenta de la grandiosidad de su poder.
  • 3 Un libro para conocer bien los entresijos de la ciudad romana es el de Robert Hugues, Roma. Una Historia cultural. Editorial Crítica, Barcelona, 2011.
  • 4 Como buena lectora que es, consulta a menudo libros que le llevan a Italia y en especial a Roma. Recientemente se ha acompañado de los libros de Joan Francesc Mira (Tots els camins), Edicions Proa S.A., Barcelona 2020, y de Josep Vicente Boira (Roma i nosaltres), Pòrtic edicions, Barcelona 2020. También ha sondeado diversas revistas especializadas como el volumen completo del número 15 de la revista El món d´ahir, dirigida por Toni Soler, en concreto en el artículo que firma María Belmonte «En busca de la edad de oro. Los viajeros del Grand Tour» (en El món de d´ahir, 15, dossier Itàlia, Barcelona 2020, pp. 52-63. Un texto en el que la restauradora ha encontrado similitudes con las experiencias y sensaciones que la autora dice haber sentido en la ciudad de Pienza en la Toscana italiana.
  • 5 Irene Vallejo señala que entre los aristócratas romanos era habitual dar educación a sus hijas casi a través de preceptores privados para que no tuvieran que asistir a la escuela y así poder vigilarlas mejor. Esta práctica distinguía a los romanos de los griegos: «Los griegos dejaban a las mujeres en casa e iban solos a los banquetes donde les agasajaban has la madrugada hetairas contratadas. Las romanas, en cambio, asistían a las cenas fuera de sus mansiones, y por eso era importante para sus maridos que supieran mantener diálogos inteligentes con los demás comensales. Por este motivo, en los hogares aristocráticos era posible encontrar mujeres orgullosas de su ingenio, su conversación y sus conocimientos» Vallejo, Irene, El infinito en un junco, Madrid, Siruela, 2019 p.282
  • Ravaglioli, Armando, Roma curiosa, Newton & Compton editori, 1996. p. 42 y p. 95
  • 7 Vico, Giambattista, Principi di Scienza Nuova d´intorno alla comune natura delle nazione (1740).
  • 8 Goethe,Johann Wolfgang , Viaje a Italia, Madrid, Biblioteca Clásica, 1891, traducción de Fanny G. Garrido de Rodríguez Mourelo. El 3 de diciembre de 1786 el poeta escribió en su diario: «Asimismo las antigüedades romanas comienzan a gustarme: historia, inscripciones, monedas, de las que antes no quería oír palabra, todo me llama ahora. Sucede lo mismo con la Historia Natural. En Roma se ata toda la Historia del mundo, y celebró un segundo día de nacimiento, sí; un verdadero Renacimiento el día que entré en ella» p.192
  • 9 Benjamin, Walter, «Experiencia y pobreza», en Discursos interrumpidos-I, op.cit., pp. 165-173.
  • 10 Beard, Mary, Mujeres y poder. Un manifiesto, Barcelona, Crítica,2018, trad. Silvia Furió. En este libro, en el capítulo de agradecimientos, la historiadora agradece a su colega de clásicas en el Newnham College, de Cambridge, Helen Morales, hoy profesora en la Universidad de California, el haberle “colocado en la senda de la imaginería de la Medusa” al tratar el tema del poder y la voz de las mujeres. Un tema que atrajo a la restauradora y con cuya imagen inicia la entrada a su página web: http://enriquetacebrian.es/

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