Ni locos, ni enfermos

Artículo publicado en el LEVANTE – EMV el día 04/05/2021.

Cada vez se afirma más sin tapujos que los hombres que son capaces de secuestrar e incluso de asesinar a sus descendientes son los «hijos sanos del patriarcado». Con ello quiere decirse que son individuos libres, que tienen intención de hacer el mal y que son conscientes de lo que hacen por atroz que sea. En otras palabras, son el producto más deleznable de una sociedad machista y de una cultura androcéntrica. Sin embargo, todavía mucha gente tiende a buscar un enfermo mental detrás de estos crímenes. Por eso conviene subrayar que ni son enfermos ni están locos. Por eso mismo, no hay que dejar de recalcar que quienes eximen de responsabilidad a los maltratadores, lo hacen para no sentirse en peligro y ver quebrada su seguridad. Les asusta pensar cómo es posible que un ser normal, con el que se han podido cruzar a diario y que está integrado socialmente, puede llegar a quitar la vida a sus hijos o hijas.

Desde que saltó la noticia y se sabe que Tomás Gimeno ha secuestrado en Tenerife a sus hijas, dos niñas de corta edad, después de amenazar a su exmujer con que no volvería a verlas más, no he dejado de pensar que la transformación de estos criminales en enfermos mentales no es más que la punta del iceberg de una corriente de opinión que utiliza la locura como excusa para tranquilizar a la sociedad. No por casualidad, cuando el mal se sitúa en la esfera privada suele vincularse a algún tipo de perversión personal y a la vez desligarse de cualquier posible responsabilidad social. Pero esto no es así, máxime cuando la violencia de género es sistémica y debe entenderse como un problema de Estado y de salud pública.

Además, la violencia vicaria, por la que el agresor utiliza a su propia descendencia para hacer daño a la madre o la expareja, es la forma más cruel de ejercer la violencia de género. Se trata de una violencia cuya finalidad es dañar a la mujer, no directamente sino a través de sus hijos que son instrumentalizados a tal fin. En España, los dos casos de este tipo de violencia que más conmovieron a la opinión pública y mayor repercusión mediática tuvieron en la década pasada, fueron los que cometieron José Bretón en Córdoba en 2013 y Ricardo Carrascosa en Castelló en 2017. Estas tragedias destaparon lo contradictorio que es pensar que un maltratador pueda ser un buen padre. Es más, estos crímenes supusieron un antes y un después en el tratamiento del delito. De hecho, desde 2015 la ley reconoce que los menores que sufren este tipo de violencia vicaria son también víctimas de la violencia machista. Y, desde 2019, el protocolo que se sigue en instancias policiales incluye preguntas a las mujeres sobre si los menores han recibido amenazas del maltratador.

Con todo, lo fundamental es entender que no solo son las mujeres maltratadas, sino también los agresores los que necesitan cuestionarse la educación que han recibido. Ellas deben aprender a protegerse y descubrir de dónde procede el sentimiento de culpa y la desvalorización que tienen de sí mismas para tomar las riendas de su vida. Pero a ellos no hay que dejarles fuera de foco. Por lo general, hasta ahora, el punto de mira se ejercía más sobre la víctima que sobre el victimario. De ahí que haga falta un cambio de paradigma para dejar de pensar que la violencia de género es únicamente un problema de mujeres y no un asunto de hombres. Ellos también han de pasar por un proceso de autoconocimiento y comprender las consecuencias que tiene el haber recibido una socialización machista. Ese planteamiento es el que especialistas como Luis Bonino, Miguel Lorente u Octavio Salazar, han puesto de manifiesto. En esa línea, es crucial insistir que en la violencia de género son los hombres quienes agreden, secuestran y asesinan. Por este motivo, el debate público ha de centrarse no solo en el sujeto pasivo del delito que son las mujeres, sino también en el sujeto activo que son los hombres. Un debate que ha de dejar claro que no habría víctima sin victimario y que ha de poner todo el énfasis en corregir las circunstancias educacionales y culturales que configuran al maltratador.

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