Artículo publicado en el LEVANTE – EMV el día 17/05/2019.
A primera vista puede parecer que este artículo vaya a tratar de la aritmética y de la geometría que son los pilares sobre los que se asientan las matemáticas. En realidad el punto de arranque para escribir estas líneas, ha sido la noticia reciente de la concesión a una mujer por primera vez del premio Abel de las matemáticas. Mención que se conoce también como el premio “Nobel” de las matemáticas. La galardonada ha sido la estadounidense Karen Uhlenbeck que ha dedicado su dilatada trayectoria investigadora al campo del análisis geométrico y ha revolucionado la manera de ver las superficies mínimas. El hecho de que esta noticia se haya convertido en un titular destacado confirma cómo el mito del universalismo masculino en el conocimiento sigue consolidado. La prueba es que de no ser así, no tendría mayor importancia que una mujer o un hombre fuera quien vaya a recibir los 620.000 euros con los que está dotado el mencionado premio.
En la historia de las ciencias, las matemáticas han ocupado una posición de gran importancia. Pero aún así, como las matemáticas tienen ese carácter independiente de ciencias puras y abstractas, fueron tratadas durante mucho tiempo por sí mismas sin conexión con las otras ciencias. Ahora bien, el desarrollo de las ciencias ha ido parejo con el de las matemáticas, de ahí que al no contemplar los premios Nobel esta disciplina, hubo de crearse el premio noruego Abel y suplir ese olvido. Fue necesario subsanar esta ausencia pues no cabe duda que la invención de un método matemático eficaz puede acelerar o retardar el progreso científico en la física o la química y también en otras disciplinas. Por otra parte, desde aquellos primeros tiempos en los que babilonios y egipcios incorporaron el conocimiento de los números a la astronomía, a la arquitectura y al comercio, la historia de las matemáticas se ha escrito en masculino y ha borrado la presencia de las grandes mujeres que destacaron en este campo desde sus inicios.
Tomemos como ejemplo a Teano de Crotona (546 a.C.) a quien se le conoce como la primera mujer matemática de la historia. Dirigió la escuela pitagórica, escribió varios tratados y descubrió la proporción áurea que es el número donde reside el secreto de la belleza en el mundo griego. Pero quizás las más conocida de la Antigüedad sea Hypatia de Alejandría y no tanto por sus conocimientos en filosofía, matemáticas y mecánica, como por Ágora, la película con la que Amenábar le dio popularidad en el cine apenas hace unos años. Si avanzamos en la historia, entre los siglos XVII y XVIII, encontramos a María Gaetana Agnesi, Émile de Châtelet y a Sophie Germain. Y, ya en siglos posteriores, destacaron Sofía Kovalévskaya, Ada Lovelace, Mary Somerville, Grace Young, Emmy Noehter, Grace Murray Hopper, Emma Castelnuovo, Edna Paisano, Julia Robinson, Mary Cartwrigth, Katherine Johnson, María Wonenburger o Maryam Mirzakhani entre muchas otras. Desde luego en esta lista no están todas las que fueron ni las que son pero al menos, al citarlas, se deja constancia de la necesidad de llevar el enfoque de género al aprendizaje de la historia de las ciencias. Un enfoque que ha de entenderse como un paradigma epistemológico que rompa el mito del universalismo masculino en el saber e introduzca nuevos referentes para favorecer una perspectiva inclusiva en la educación.
Sin embargo un cambio de paradigma no es fácil de realizar. Supone variar el modelo con el que se ha trabajado hasta el momento. Por ese motivo un nuevo paradigma suscita suspicacias y reticencias y a la vez exige una reflexión crítica capaz de cuestionar las ideas y las creencias establecidas. En el caso relativo a la historia de la ciencia, la presencia de las mujeres ha quedado en esos «puntos ciegos de la historia» donde han sido olvidadas y sobre todo borradas. A ello hace referencia el Cefecto Matilda», acuñado en 1993 por la historiadora de la ciencia Margaret W. Rossiter. En concreto alude al prejuicio en admitir los logros de las mujeres científicas, atribuyendo sus investigaciones a sus colegas varones. Se trata de una tendencia habitual que se ha hecho más obvia en la ciencia contemporánea donde el trabajo en equipo es primordial. Como quienes dirigen los proyectos de investigación suelen ser varones, son ellos quienes reciben las recompensas y los premios y así quedan sin nombrar muchas de las mujeres que han colaborado en tales proyectos, incluso cuando la autoría del descubrimiento se deba a ellas. Rossiter señala varios casos en los que las científicas no recibieron el reconocimiento que se les debía, como por ejemplo Lise Meitner y Rosalind Franklin, pues a pesar de descubrir la primera la fisión nuclear y la segunda la estructura de la doble hélice del ADN, a quienes se les otorgó el Premio Nobel fue a sus colegas masculinos y no a ellas.
Puestas así las cosas, es necesario cuestionar el mito del universalismo masculino en el conocimiento e incorporar el enfoque de género para explicar la historia de la humanidad. De ahí que haya de dar visibilidad a las contribuciones que las mujeres han tenido en la historia de la cultura, de las artes y de las ciencias. En esa línea se enmarca una práctica docente vinculada a la escuela coeducativa, tal como señalan las directrices de la Ley Orgánica 3/2007 para la igualdad efectiva de mujeres y hombres, en su artículo 23. No se trata de añadir la imagen de unas cuantas mujeres en los libros de texto, sino de encontrar una perspectiva global e inclusiva. En otra palabras, un nuevo enfoque capaz de presentar la construcción del saber desde la interdependencia recíproca de la valía de mujeres y hombres. Es cierto que el efecto Matilda ha dejado al descubierto el sesgo androcéntrico que ha primado en la ciencia pero, aún así, hay que seguir tirando de la manta para hacerlo mucho más evidente porque no cabe ya una historia de la ciencia en la que las mujeres no sean también sus protagonistas.
Dedicado al alumnado de 2º de Bachillerato del IES Baleares de Valencia