Dime de qué te ríes y te diré quién eres


Artículo publicado en el LEVANTE – EMV el día 27/12/2018.

La vida es demasiado seria para tomarla en serio. No recuerdo quien lo dijo pero viene como anillo al dedo ante el debate, recientemente reabierto, sobre el humor y sus límites. De hecho, la capacidad humana de reír no es un tema menor para el pensamiento y la filosofía, tanto en su vertiente ética como estética, lo ha tratado con cierta recurrencia. Como por ejemplo hizo Richter en el siglo XIX al afirmar que el humor no trata de la estupidez individual sino de la universal. Por eso sostiene que la característica primordial de humor es su universalidad y por eso mismo considera que el humorista no se detiene en una locura o extravagancia individual sino en un mundo de necedad infinita que se abre ante sus ojos. Y es en esa dirección desde la que el humorista trata de rebajar lo grande y exalta lo pequeño para hacerlo risible. De tal forma que lo cómico aparece siempre después de que el entendimiento haya transgredido sus propias leyes, haya funcionado de forma negativa y haya llegado al absurdo. De ahí que pueda afirmarse que el humor es algo muy serio como se comprueba con los grandes humoristas que son capaces de mostrar la antítesis de la vida al igual que hicieron Shakespeare y Cervantes.

Digo todo esto porque ante los últimos sucesos acaecidos, donde varios humoristas han sido demandados y esperan ser juzgados por un chiste o una broma, se está lanzando un mensaje que a mi entender no coloca bien los términos de la cuestión. Por un lado, a nivel político, el debate se cierne sobre la libertad de expresión y el derecho del Estado a protegerla y por otro, a nivel personal y particular, sobre el derecho a sentirse ofendido o molesto por una ocurrencia cómica. Se trata de dos planos diversos y no equiparables. Por una parte tenemos la incapacidad para digerir la crítica satírica como síntoma de déficit de cultura democrática y,por otra, la creencia infantil de esperar que a todos les guste las caricaturas y bromas que se cuenten. Los profesionales del humor han de asumir la posibilidad de no ser graciosos ni divertidos y si en esa discrepancia de pareceres se da el caso de que alguien o algún grupo se siente ofendido e interpone una demanda, la respuesta de un estado democrático ha de ser la de garantizar la libertad de expresión. Pero el bucle de sentirse ofendidos porque se han ofendido o sentirse molestos porque se han molestado, es demasiado ridículo. Por eso pienso que esta campaña publicitaria, a efectos de una conocida marca de embutidos y con el fin de incrementar la ventas del producto que anuncia, es falaz y engañosa.

Aún así puedo entenderlo porque en ocasiones quienes se dedican a hacer reír entrañan, como señaló Hobbes, una vanidad súbita y una cierta altanería ante los tropiezos y las dificultades de los demás. En el Leviathan, donde el filósofo explica el mundo como una lucha de todos contra todos y donde se impone la ley del más fuerte, la risa supone una cierta superioridad con la que poder mirar por encima del hombro las debilidades, las incongruencias y las contradicciones del prójimo. Por el contrario, en las antípodas a este tipo de humor hobbesiano, Aristóteles sostuvo en su Etica a Nicómaco que el humor es una virtud y que también en la broma se puede encontrar un término medio que se aleje de los extremos, tanto por exceso como por defecto. Según él mismo señala, por una parte están los que se exceden y quieren sobre todo provocar la risa a toda costa, sin pretender decir cosas graciosas ni pararse a pensar si molestan o no a quienes son objeto de su burla. Y, por otro lado, están los que se quedan cortos y no saben reírse ni gastar bromas, convirtiéndose en seres intratables y ásperos. Ninguno de los dos extremos serían salvables para Aristóteles que solo admitía el humor de quienes, situándose en el término medio, son capaces de bromear con tacto y viveza de ingenio.

Ahora bien, lo cierto es que el humor alivia la tensión de una situación díficil de solucionar y a la que la rigidez de pensamiento ha abocado al fracaso. Es de sobra conocido que un momento de hilaridad puede provocar la distensión suficiente para sentir alivio, ver las cosas desde otro punto de vista y de este modo avanzar en el diálogo. Por este motivo no hay que olvidar que Bergson consideró que la comicidad y la risa tienen la utilidad social de restaurar el equilibrio allí donde ha sido destruido por automatismos rígidos y conductas antisociales. En este sentido la risa siempre es la risa de un grupo y siempre oculta un prejuicio y algún tipo de complicidad con aquellos otros que se supone se reirán al unísono. En otras palabras, de quienes se burlan los cómicos es de aquellos que funcionan como autómatas rígidos y no saben ponerse en lugar de los demás ni restablecer el contacto con ellos. Así pues, la risa es necesaria porque proporciona elasticidad y flexibilidad para que la vida cultural prospere dentro del marco de la sociabilidad.

Puestas así las cosas, considero que la esencia del humor es una categoría en movimiento y que, en consecuencia, no es extraño que un chiste que antes pasaba sin pena ni gloria y parecía no molestar a nadie, ahora hoy sí lo haga. El humor cambia porque la sensibilidad social no es la misma que antaño. Hoy en día sería impensable que tuviera aceptación social parodiar el maltrato a una mujer como hicieron Martes y Trece en el siglo pasado. Hoy se sabe que la violencia contra las mujeres es sistémica y no reírse de quienes se ríen de ello es, en mi opinión, una forma de “correctivo social” para contribuir a restaurar la sociabilidad como decía Bergson. Por eso no está de más tener en cuenta que la manera cómo se percibe y se reacciona ante las bromas machistas es un buen exponente de los esfuerzos colectivos que se hacen para que tales ocurrencias se consideren de mal gusto y pasadas de época. Y creo que no habría que minimizarlo y sí ponerlo de relieve.

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