Artículo publicado en el LEVANTE – EMV el 29 de agosto de 2024
Poco se habla de la situación por la que están pasando las niñas y las mujeres en Afganistán. Desde que, en agosto de 2021, el régimen talibán se repuso, los derechos más fundamentales de las mujeres han sido quebrantados sin recibir una firme condena internacional. Tampoco ha despertado mucho eco la noticia sobre la nueva ley moral de los talibanes que las condena a vivir en unas condiciones de vida intolerables. Es cierto que ha suscitado algo de preocupación por parte de la misión diplomática de la ONU en ese país, pero poco más. El comunicado emitido solo describe la situación, dando cuenta de los hechos, sin una pizca de indignación por la cultura patriarcal que los genera. Con esta nueva ley, las mujeres, por su condición femenina, no pueden hablar o estrechar las manos a varones que no sean un mahram, esto es, un familiar cercano como el padre, el hermano o el marido. Es más, ningún extraño debe oír la voz de una mujer y, en consecuencia, se les prohíbe cantar, recitar, reír en público y tener presencia en la radio, la televisión o reuniones públicas de cualquier índole.
En esta nueva ley, las actividades que se les prohíben a las mujeres, se presentan como privilegios masculinos, cuando en realidad forman parte de los derechos más elementales de las personas. No cabe duda de que la universalidad de los derechos es el elemento constitutivo de los derechos humanos que han de extenderse a todas las personas sin excepción. Por eso mismo, forman parte inalienable de los derechos de las mujeres y de las niñas. Sin embargo, esta generalización no parece cumplirse en este caso y es esta injusticia la que, una vez más, obliga a preguntarse por las mujeres como un sujeto situado que queda muy lejos de la abstracción del sujeto universal con el que opera la tradición jurídica de la modernidad. La cuestión está en saber hasta qué punto los derechos fundamentales protegen o no a las mujeres y si es necesario crear un sistema de derechos nuevo que garantice de verdad la universalidad de los mismos. En esa línea de reflexión han investigado filósofas como, Asunción Oliva Portolés que analiza el sujeto femenino en el debate feminista actual o, también, María Luisa Femenías que, en una entrevista reciente, señala la contradicción de no ver violencia en silenciar a las mujeres, y, por el contrario, considerar una agresión el que quieran tomar la palabra y decidir por sí mismas.
Es la obligación de recluirse en la intimidad doméstica y dejar de pisar el espacio público, lo que marca la diferencia entre los sexos. De nuevo la cuestión femenina pasa por ser una cuestión de espacios por los que pueden o no transitar. Dicho de otro modo, la sumisión de las mujeres a los hombres se observa en el hecho de tener que ser juzgadas según los lugares donde deben o no estar. Sin poder asistir a la escuela o a la universidad, sin poder tener una profesión que les permita ser autónomas, permanecen al albur de una cultura misógina que las oculta con el burka y las silencia. Viven temerosas de ser castigadas por no cumplir las exigencias de la vestimenta impuesta o no permanecer en el lugar que les ha designado la ley fundamentalista. Este régimen de terror que les amenaza con azotes, mutilaciones o lapidación pública, es una atrocidad y es también un apartheid de género por segregar y crear lugares separados para mujeres y hombres.
Un sistema político con estas restricciones, se asemeja mucho al apartheid racial que estuvo vigente en Sudáfrica de 1948 a 1992 y, sin embargo, con la excusa de respetar las diferencias culturales, no recibe el rechazo internacional que merece. Además, no hay que olvidar que esta situación de abandono y desamparo viene contándose por las juezas afganas que tuvieron que salir de su país al estar en la lista de los talibanes y peligrar su vida. Son 180 juezas afganas refugiadas y repartidas por todo el mundo que, desde entonces, alertan sobre la privación de derechos que sufren las mujeres y las niñas en su país. Van tres años ya que las mujeres no pueden visibilizarse en el espacio social y público, ocultas y privadas de voz, solo les queda que seamos nosotras quienes tomemos la palabra para recordar que los derechos de las mujeres son derechos humanos y que su conculcación tendría que ser considerado un crimen de lesa humanidad.