Artículo publicado en el LEVANTE – EMV el día 02/07/2017.
Igual que en otros campos del conocimiento ciertos errores resultan llamativos y recusables, lo mismo sucede cuando hablamos de feminismo. Parece que esto cuesta de entender, a costa incluso de pasar por ignorante, que suele ser algo que a nadie le gusta. Ocurrió hace unas semanas pero el asunto aún colea. A una actriz española, influencer de moda, le preguntaron si era feminista y declaró no ser ni machista ni feminista. Con ello incurrió en el error de hacer equivalentes machismo y feminismo, cuando no lo son, y así demostró desconocer el desarrollo de la teoría feminista desde sus inicios hasta hoy en día, ya avanzada la segunda década del siglo XXI.
Comparar machismo y feminismo resulta patético cuando el feminismo ha pasado ya por diversas etapas que se conocen como olas. En líneas generales se contabilizan tres olas o etapas. Sin embargo, filósofas como Celia Amorós o Amelia Válcarcel, que califica al feminismo como «hijo no querido de la Ilustración», sitúan la primera etapa del feminismo a finales del siglo XVIII en las figuras de Olympe de Gougues, con su Declaración de los derechos de la mujer y de la ciudadana (1791) y Mary Wollstonecraft, con la Vindicación de los derechos de la mujer (1792). De ahí que una correcta definición de feminismo sea la que propuso Celia Amorós como una «teoría crítica, de carácter ilustrado, que aboga por la igualdad de derechos entre mujeres y hombre».
Siguiendo esta línea de pensamiento, podríamos hablar no de tres, sino de cuatro olas del feminismo. Así pues, la segunda ola del feminismo estuvo copada por el sufragismo y aquellas mujeres que lucharon por el voto femenino a finales del siglo XIX en Estados Unidos y en Gran Bretaña. En cuanto a la tercera ola, que coincide con los movimientos de emancipación de los años sesenta del siglo pasado, el interés se concentró en desvelar que la desigualdad entre hombres y mujeres responde a una construcción social, el patriarcado, que funciona como sistema de dominación del varón sobre las mujeres a todos los niveles y en todos los ámbitos. Fue en esta etapa en la que emergió el concepto de género como categoría de análisis para los estudios feministas. Finalmente, la por ahora última ola del feminismo, surgida en los años noventa del siglo XX, se interesó por saber por qué la igualdad legal de derechos entre hombres y mujeres en los países desarrollados no se corresponde del todo con la igualdad real. Por este motivo, en la agenda feminista del momento se incluyeron la denuncia de la violencia machista como un problema de Estado y de salud pública y la necesidad de dar visibilidad y reconocimiento a los logros de las mujeres para contribuir a su empoderamiento.
De este modo, la igualdad, concepto clave del pensamiento ilustrado, que fue utilizado con carácter vindicativo en las primeras olas del feminismo, es evaluado de nuevo en un intento por lograr un entorno cultural y simbólico que no suponga dominación sobre la mujeres y les permita enfocar su subjetividad con una libertad plena. Esta cuestión es lo suficientemente compleja dentro de los límites del Estado patriarcal que ha llegado a provocar fuertes desencuentros entre lo que se denomina el feminismo de la igualdad y el feminismo de la diferencia. Ahora bien, repensar el concepto de igualdad ha abierto también el camino hacia el mainstreaming de género como estrategia transversal de igualdad de oportunidades en todas las políticas y prácticas. Por ello, cuando se cumplen diez años de la Ley para la igualdad efectiva de hombres y mujeres (Ley 3/2007, de 22 de marzo), resulta anacrónico no tener conciencia de género y no aceptar los derechos de las mujeres como derechos humanos.
En las antípodas está el machismo que se sustenta en la pretendida superioridad del varón sobre la mujer, que mata y que ahonda en la desigualdad de la brecha de género. Por el contrario, bajo el soporte del feminismo las mujeres no buscan la conmiseración del Estado, sino reivindicar su derecho a la dignidad, a la integridad física, al trabajo, a la educación, a la salud y a una justicia en términos de equidad. En los inicios del siglo XXI resulta inaceptable que no se sea consciente de cómo las mujeres han contribuido al desarrollo político de los ideales de igualdad y libertad de la modernidad. Llamarse feminista no es más que apostar por la igualdad entre hombres y mujeres como una cuestión de justicia social. A estas alturas de la historia de la Humanidad, no declararse feminista o bien es el resultado de la propia ignorancia o bien de la misma mala fe. En el primer caso se hace el ridículo y en el segundo se aparece como un ser de escasa catadura moral. Y, desde luego, ninguna de las dos opciones es de recibo.