Artículo publicado en el LEVANTE – EMV el día 17/02/2021.
Leí la noticia durante el café del desayuno y de inmediato supe que no debía callarme. El titular decía que el máximo responsable de los Juegos Olímpicos de Tokio había dimitido tras sus comentarios machistas. Se trataba de Toshiro Mori, presidente del comité organizador de los JJOO de 2020, que de manera desafortunada había declarado que las mujeres dirigentes «hablan mucho» y son «molestas». Algo que no resulta del todo extraño porque tales afirmaciones sexistas son herederas de la tradición clásica que se remonta a Telémaco cuando, siendo solo un adolescente, mandó callar a su madre Penélope e impidió que su voz fuera escuchada en público. Mary Beard, en su libro Mujeres y poder, nos recuerda que este caso, mencionado en la Odisea, es el primer ejemplo documentado de un hombre que le dice a una mujer que se calle. La historiadora añade además que esta práctica no puede explicarse recurriendo meramente a la misoginia que persistía en la Antigüedad, sino que básicamente se trata de una tradición de discurso de género que decide quién merece ser escuchado en público y quién no.
Como se sabe, en aquellos tiempos remotos el derecho a ser escuchado estaba vinculado a la igualdad de palabra (isegoría) y la igualdad ante la ley (isonomía) que concurría solo entre quienes ostentaban la condición de ser varones y ciudadanos, quedando excluidas las mujeres y los esclavos. Hoy las leyes, en gran parte del mundo, reconocen que una ciudadanía democrática ha de ser inclusiva y debe incorporar en igualdad los derechos de hombres y mujeres. Pero aún pesan mucho los estereotipos de género y en base a ellos las mujeres han de conducirse de manera sumisa y complaciente con lo que dice o exige el varón. Por su parte, según estos mismos estereotipos, los hombres no solo tienen el derecho a la palabra, sino que además tienen la razón y consideran natural imponer su criterio. Este modelo relacional todavía perdura, de ahí que incomode que las mujeres que ocupan puestos de decisión levanten la voz y pidan la palabra para cuestionar propuestas, debatirlas e incluso proponer otras.
En esa línea, Rebecca Solnit, en Los hombres me explican cosas, añadió a la práctica normalizada de silenciar a las mujeres, el concepto de mansplaning que se refiere a la tendencia habitual por la que los hombres les explican a las mujeres las cosas con condescendencia, sin detenerse a pensar que también ellas las saben, al entender que solo ellos pueden hablar con conocimiento de causa por el mero hecho de ser varones. Una muestra más de cómo la historia del silencio está relacionada con la historia de las mujeres que se prolonga, en mayor o menor medida, hasta la actualidad. Esta misma autora acaba de publicar La madre de todas las preguntas, un compendio de ensayos lúcidos y de fácil lectura donde retoma de nuevo la cuestión del silencio impuesto a las mujeres durante siglos. Y no está de más incidir en ello dado que la decisión de hablar en público con autoridad todavía se considera un atributo de la virilidad. Las mujeres, como mucho, pueden alzar la voz si es para defender sus causas, pero siguen aún hoy molestando no solo por lo que dicen sino por el hecho de decirlo.
Una situación que se agrava cuando en la escuela se nos enseña a hablar, pero no a comunicarnos. De ahí que a diario proliferen tanto los conflictos de relación. Este tipo de conflictos que se centran en el vínculo que unen a las personas, son en la mayoría de los casos conflictos de comunicación. Aprender a dialogar, a escuchar y saber exponer con asertividad nuestras opiniones e ideas es básico para una buena convivencia. Sin embargo, en este aprendizaje propio de una cultura de paz y de mediación escolar, es necesario incorporar conductas de ajuste con enfoque de género que ayuden a comprender las desavenencias y los malentendidos que pueden darse entre personas de diverso sexo. Todavía hoy en los debates que se realizan en clase quien levanta la voz y toma la palabra con autoridad es el alumnado masculino. Y todavía hoy a menudo se manda callar, entre bromas y a veces insultos, al alumnado femenino. Esto ocurre por la pervivencia de una mentalidad machista que defiende la sumisión de la mujer al varón y le reserva como único espacio el ámbito de la casa y sus funciones domésticas. Esa asimetría con la que históricamente se han construido las relaciones entre los sexos está latente y de vez en cuando aflora de manera manifiesta en declaraciones como las que hizo el anciano Toshiro Mori. Es algo con lo que hay que contar y por eso mismo hay que seguir insistiendo en desarrollar en los centros escolares una cultura de paz con enfoque de género para que el modelo a seguir entre la población joven no sea el de Telémaco.