Artículo publicado en el LEVANTE – EMV el día 06/04/2021.
Cuando el discurso teórico y político contra la violencia de género adopta un formato narrativo y logra un impacto mediático comparable a las series televisivas más populares, no queda otra que sopesar los pros y los contras. Y eso es lo que han hecho periodistas y juristas feministas, como Ana Bernal-Triviño o Susana Gisbert, ante el testimonio de Rocío Carrasco en Mediaset. Serán un total de 12 episodios los que la industria productora de esta docuserie ofrecerá a fin de mostrar al completo el engranaje narrativo de su historia de vida. Vaya por delante que, al tratarse de un producto audiovisual fabricado ex profeso, los intereses crematísticos de la cadena resultan más que evidentes por mucho que quieran disimularlo y se refieran a los consumidores con el término rimbombante de audiencia. Pero no quisiera que esta evidencia impida pensar sobre la importancia que, a decir de Roland Barthes, tienen los relatos para comprender el mundo en el que vivimos. Esto es así porque el ser humano necesita narrarse a sí mismo y dar sentido a lo que le ocurre. De ahí viene la atracción y también la resistencia que ha generado la fuerza dramática con la que la protagonista contrasta los hechos y relata sus vivencias. No es extraño, pues, que muchas mujeres, maltratadas o no bien tratadas, se hayan visto identificadas en sus palabras e incluso algunas hayan reconocido por primera vez la violencia normalizada que se ejerce sobre ellas por el mero hecho de ser mujeres.
Es en esta coyuntura, en la que considero que el relato está ayudando a ver lo que en la casuística de la violencia machista ha ido quedando fuera de foco. A mi entender, el giro de esta historia radica en que la protagonista haya querido compartir lo que ha vivido para que su historia pueda comprenderse de otra forma. Con ello a la vez que ha generado expectación, ha dejado patente el concepto itinerante de toda narración. Es cierto que, como se ha repetido muchas veces con buen criterio, hay que poder probar en sede judicial todo lo que se exponga. También lo es que no siempre es posible coligar determinados sucesos. Aun así, conviene prestar atención a cómo el derecho sustenta sus sentencias dentro de una narrativa determinada donde cuesta encajar lo que las mujeres dicen para que no se mueva mucho el orden establecido. Esta cuestión es la que se denuncia cuando se encubren las inercias sexistas que dan mayor credibilidad al varón que a la mujer. Una situación que teóricas feministas del derecho han señalado al afirmar que el sistema jurídico utiliza estándares, aparentemente neutrales y objetivos, que en realidad reflejan la experiencia masculina de la vida antes que la femenina.
De hecho, la lógica patriarcal al poner el énfasis en la culpabilidad de las víctimas más que en quienes cometen el delito, da pie a que los maltratadores puedan apoyarse en el silencio de sus cómplices y esconderse a la vista de todos. Algo que queda muy claro en la docuserie que acaba de estrenarse en Netflix y que trata del acoso que sufrió la concejala de Ponferrada Nevenka Fernández hace veinte años. Esta mujer cuenta cómo su acosador, el entonces alcalde Ismael Álvarez, la desestabilizó psicológicamente, minó su autoestima y le hizo dudar de sí misma. Relata el miedo y la vergüenza que sentía y el oprobio público que recibió. Fue revictimizada y aunque ganó la sentencia, tuvo que irse del país pues la sociedad española aún no admitía la veracidad de su relato que trastocaba las convenciones sociales y dejaba en evidencia el sexismo que dominaba el imaginario colectivo. Desde entonces, los tiempos son otros y por eso la denuncia de este tipo de violencia bajo el formato televisivo responde mejor a las expectativas de esta época que a las pasadas. De ahí que, con independencia del medio utilizado, tiene importancia que se visibilice el testimonio público de unas mujeres que ponen en entredicho lo que desde hace años se viene diciendo de ella.
Y esto vale también para Rocío Carrasco, a pesar de que lo que cuenta lo presente dentro de un proceso de autolegitimación y autovalidación al ser ella misma la fuente del relato. Si solo se critica que el error está en nivelar el relato de los hechos con la acusación a una persona, se está olvidando la presión social que existe por recolocar la mirada en los victimarios. Una demanda que debe mucho a la lucha feminista y que tuvo su eco el 20 de noviembre de 2019, en la perfomance que cuatro jóvenes artistas, autodenominadas Las tesis, desplegaron en las calles del Valparaíso (Chile). En aquella fecha, acompañadas por más de un centenar de mujeres, interpretaron al unísono una potente coreografía mientras cantaban la letra de lo que se convirtió de inmediato en un himno feminista que se replicaría a nivel globalizado en diversos países. En esa canción se redirigía la mirada hacia quien ejerce la violencia y no hacia la víctima. No hay que olvidar que la violencia de género se ejerce sobre las mujeres, pero que la ejecutan los varones. Ellos son también producto de un proceso de socialización que vincula la virilidad con el dominio, el sometimiento y el control de las mujeres. Por eso mismo, estas docuseries tratan sobre todo de los victimarios que ya no pueden quedar fuera de foco. Y en esa estamos, hay que cambiar la lógica y enfocar bien para dejar de mirar sin ver.