Artículo publicado en el LEVANTE – EMV el día 26/11/2019.
En un mes tan señalado como es noviembre para el activismo feminista, hemos escuchado a una diputada mandar a las mujeres a coser porque la costura empodera. En su opinión, habría que impartir esta asignatura en los centros escolares. Esta propuesta tan anacrónica y retrógrada, suena a resocialización o reeducación de las mujeres para que vuelvan al buen camino y no se dejen llevar por las ideas de emancipación e igualdad que defiende el feminismo. Del tono de sus palabras y de los adjetivos tan desafortunados y despectivos que utilizó, se deduce que para ella las mujeres que se separan del sendero patriarcal son meras ovejas descarriadas. Además, afirmó que el feminismo era el causante último de los asesinatos de las mujeres y de este modo dejó traslucir que la conducta socialmente desviada no la tenía el agresor, sino la mujer que se alejaba de su lugar natural, esto es, del espacio doméstico y del cuidado de la familia. Ante tanto despropósito no se puede estar callada. Escuchar que los feminicidios son provocados por el feminismo es una acusación falsa e insultante, pero sobre todo doliente por la falta de consideración que supone hacia las víctimas de la violencia machista.
Quizás esta diputada no sepa que fue la Organización Mundial de la Salud la que declaró que la violencia contra las mujeres era una epidemia de salud pública y una lacra social que afecta a la sociedad entera. En 1996, al comprobarse mediante estadísticas el aumento de las lesiones no accidentales en niñas y mujeres, se admitió la existencia de un tipo de violencia sistémica que se da en todos los países y que se sustenta en un sistema de dominación sexista que pervive en la actualidad en el imaginario social colectivo. Este tipo de violencia estructural se manifiesta de diversas formas, como son la mutilación genital, los abortos selectivos, la servidumbre por deudas, los matrimonios forzados, las violaciones de guerra, la esclavitud sexual, el acoso, el techo de cristal, el suelo pegajoso o la brecha salarial. Se trata de una violencia que puede ser más o menos evidente según el área geopolítica en la que se viva, pero que persiste en todas las capas de la sociedad puesto que para el patriarcado el varón debe detentar el poder en la familia y trasmitirlo a todos los parientes masculinos por alejados que sea el linaje entre ellos.
Puede también que esta diputada no sepa que varias teóricas del feminismo, como Diana Russell y Jill Radford, utilizaron el término «femicidio» como variante del término homicidio donde lo único que cambiaba era el sexo de la víctima. Y que más tarde, planteada ya la violencia machista en términos sistémicos, Marcela Lagarde acuñó el término «feminicidio» con el que aludía a la construcción cultural que normaliza los asesinatos de las mujeres, que ocurren con total impunidad al desentenderse el Estado de tales muertes y mirar para otro lado. El «feminicidio», pues, es un crimen de Estado cuando éste no es capaz de garantizar la vida y la seguridad de las mujeres, cuando impide el esclarecimiento de lo sucedido y bloquea el acceso a la justicia y a la reparación del daño producido. El caso es que las palabras de esta diputada dejan de manifiesto su ignorancia con respecto no solo al feminismo, sino también en relación con las políticas institucionales de igualdad y tolerancia cero contra la violencia de género.
Por no saber, tampoco sabrá esta diputada que las prácticas textiles se utilizaron de forma reivindicativa por el feminismo para dar visibilidad a aquellas tareas domésticas que eran consideradas femeninas y de segunda clase, al no pertenecer a ningún campo profesional y estar vinculadas fundamentalmente al mantenimiento de la casa y al cuidado de la descendencia. Fueron precisamente las labores de costura y de bordado, las que se llevaron al espacio público con el fin de dar valor a las confecciones creadas por las mujeres en el ámbito de la intimidad del hogar. Pronto la indumentaria y los accesorios de las sufragistas británicas fueron prendas reconocidas en sus marchas, manifestaciones y mítines. En 1908, Mabel Capper y Patricia Woodlock se fotografiaron colocando sobre sus faldas, a modo de delantal, la propaganda del encuentro de sufragistas que iba a desarrollarse en julio de ese año en Manchester. En su activismo, tomaban la calle portando bufandas, broches, sombrillas, pamelas y bolsos con sus propios colores y sus lemas reivindicativos. En este afán por dar trascendencia política a la actividad textil, se aplicaron a todo tipo de producción hasta conseguir diseñar un sello propio que pudiera identificarlas. Y lo consiguieron desfilando con tejidos bordados que llevaban accesorios y aplicaciones creadas ex profeso para la ocasión, como sucedió en The Whomen´s Exhibition de 1909. Y desde aquel feminismo del sufragismo británico de principios del siglo pasado, se ha seguido reivindicando la importancia del trabajo que las mujeres realizan en el hogar y al que no se le da el reconocimiento económico que merece por parte del Estado.
Igual tampoco sabrá esta diputada que hay prácticas textiles performativas contra los feminicidios y que han surgido como acciones para la memoria y la justicia de género. Un buen ejemplo es el proyecto artístico «Bordando feminicidios», que comenzó en Ciudad de México en diciembre de 2012 y que continua bordando hasta ahora. El bordado, puntada tras puntada, permite a quienes realizan esta labor una reflexión pausada con la que dar memoria a tantas mujeres que yacen ignoradas después de haber sido maltratadas y masacradas. El texto que se borda se redacta en primera persona para recordar la identidad de la víctima. Se cuenta quién era en su vida cotidiana y se añade también la fecha en la que aconteció su asesinato. A veces se acompaña de motivos figurativos vinculados a los gustos de la víctima. De este modo bordar se convierte en una acción simbólica contra la impunidad con la que se cometen los feminicidios y al mismo tiempo se recurre a la sororidad de las mujeres en la construcción de una memoria colectiva que las recuerde. Tras este breve repaso, se comprende que coser y otras tareas textiles tienen su estimación y valía pero desde luego no dentro de ese modelo de hogar patriarcal al que la diputada en cuestión apelaba y en el que las mujeres solo sirven para hacer calceta y zurcir calcetines.