Artículo publicado en la revista de CCOO València – Federació Pensionistes i jublitats País Valencia.
Número 3 Marzo 2021. Archivo pdf (página 18)
Desde la Antigüedad hasta nuestros días, se ha perpetuado el falso mito del androcentismo en el saber por el que el conocimiento se consideraba únicamente monopolio de los varones. Una situación injusta a todas luces pues omitir el legado de las mujeres en las ciencias, es presentar una historia de la humanidad incompleta, falsaria y sesgada. Por fortuna, los estudios sobre ciencia y género han recuperado en la actualidad a aquellas mujeres que fueron consideradas científicas en sus respectivas sociedades pero que fueron olvidadas e incluso borradas de la historia de la ciencia. De hecho, hoy se sabe que la contribución de las mujeres a la ciencia no ha sido una mera anécdota sino una aportación significativa. Es cierto que, en aquellas épocas remotas, las mujeres que lograron destacar en las ciencias experimentales como en las matemáticas, la física y la astronomía, tenían a su favor pertenecer a una clase sociocultural que las apoyaba. Pero hoy en día, cuando la educación se ha extendido por igual a jóvenes de ambos sexos siguen faltando referentes de mujeres científicas en los libros de texto y los galardones internacionales como el Premio Nobel o el Premio Abel de las matemáticas, con alguna salvedad que otra, siguen teniendo un marchamo masculino.
Puestas las cosas así, hay que señalar la necesidad de llevar el enfoque de género al aprendizaje de la historia de las ciencias. Se trata de un cambio de paradigma epistemológico que rompa con el mito del universalismo masculino en el saber e introduzca referentes femeninos para de este modo favorecer una perspectiva inclusiva en la educación. Sin embargo, un giro de este calado no es fácil de realizar. Supone modificar el modelo cognitivo con el que se ha trabajado hasta el momento y no es extraño que suscite todo tipo de reticencias. Por tanto, se precisa un esfuerzo de reflexión crítica que se atreva a cuestionar las ideas y las creencias establecidas. Es más, rescatar a las mujeres científicas de los “puntos ciegos” de la historia donde han sido olvidadas, exige no solo inteligencia sino también valentía ya que implica subvertir las reglas patriarcales que han dominado el imaginario colectivo sexista de la sociedad. En esa línea, la historiadora de la ciencia Margaret W. Rossister denunció la estructura de poder masculino que predomina en la comunidad científica internacional y acuñó en 1993 lo que se conoce ya como el «efecto Matilda». Un término que remite al texto del Evangelio de Mateo donde aparece la parábola de los talentos en la que se relata que los bienes, materiales e inmateriales, así como el prestigio social, se da antes a quienes ya lo tienen. Algo similar es lo que ocurre con las mujeres científicas, cumpliéndose en ellas la parábola que dice que «a quien tiene, se le dará y tendrá de más, pero al que no tiene, se le quitará aun lo que tiene» (Mt.25,14-30). Podría decirse que la fama llama a la fama solo que al tratarse aquí de mujeres científicas el efecto Mateo recibe el nombre de efecto Matilda.
Lo importante es saber que este nuevo concepto ha destapado las “Matildas” que han sido excluidas de la historia de la ciencia y desposeídas del reconocimiento que merecían. En definitiva, este término alude al prejuicio en admitir los logros de las mujeres científicas y atribuirlos a sus colegas masculinos. Se trata de una tendencia habitual que se ha hecho cada vez más evidente en la ciencia contemporánea donde el trabajo en equipo es crucial. Y ocurre así porque quienes dirigen los proyectos de investigación suelen ser varones y son ellos quienes reciben las recompensas y los premios. De este modo quedan sin nombrar muchas de las mujeres que no solo han participado en tales proyectos, sino incluso aun cuando la autoría del descubrimiento se deba inicialmente a ellas. Rossister destaca varios casos en los que se cumple este efecto como, por ejemplo, Lise Meitner o Rosalind Elsie Franklin, pues a pesar de descubrir la primera la fisión nuclear y la segunda la estructura de la doble hélice del ADN, a quienes se les otorgó el Premio Nobel fue a sus colegas varones y no a ellas. Son también “Matildas”: Mileva Maric-Einstein, Williamina Paton Fleming o Marthe Gautier entre otras muchas más que aún no han salido a la luz y que pasan desapercibidas. Baste recordar, en referencia a la situación de pandemia en la que nos encontramos hoy, que la primera vez que se identificó una nueva familia de virus que se conoce como coronavirus fue en 1962 y que el descubrimiento lo realizó una mujer, la viróloga June Almeida.
De ahí la urgencia de dar visibilidad a las contribuciones que las mujeres han tenido y tienen en la ciencia. En esa vía se orienta la práctica docente coeducativa, tal como se señala en la Ley Orgánica 3/2007 para la Igualdad efectiva de mujeres y hombres, en su artículo 23. Pero, con todo, no se trata de añadir la imagen de unas cuantas mujeres en los libros de textos o de limitarse a celebrar el Día Internacional de la Mujer y la Niña en la Ciencia y que, en 2015, la Asamblea General de la ONU decidió que fuera la fecha del 11 de febrero. Se trata de un nuevo paradigma capaz de presentar la construcción del saber en la interdependencia recíproca de mujeres y hombres. El talento no tiene ni género ni sexo. En resumidas cuentas, las “Matildas” han dejado en evidencia el sesgo androcéntrico que ha primado en la ciencia. Sus vidas de abnegación y sus descubrimientos de gran valía nos interpelan para que no sigamos en el error de difundir en los centros escolares una historia de la ciencia en la que las mujeres ni tengan presencia, ni sean también protagonistas. En otras palabras, ya no más “Matildas” y sí más justicia histórica con las investigadoras y científicas que han tenido un papel relevante en la historia de la ciencia.