Artículo publicado en el LEVANTE – EMV el día 25/01/2020.
En educación hace tiempo que viene planteándose la importancia de educar en la legalidad dentro del marco de la cultura cívica que tendría que impartirse en los centros escolares. Claro está que la cultura de la legalidad no depende del partido que esté en el gobierno. No se trata de que maestros y maestras y profesorado en general, arrastren a su alumnado a sus posiciones personales políticas. De lo que se trata es de trasmitir los principios que, más allá de las disidencias particulares, son comunes a todos porque constituyen la base de una convivencia democrática. A la manera como señaló Émile Durkheim, el papel del Estado consiste en regular la enseñanza de estos principios esenciales, contenidos en la Constitución o Carta Magna y en velar que no sean ignorados por los niños y las niñas. De ahí que la información y la formación en tales principios haya que empezarla en la educación primaria y continuarla en secundaria, distribuyendo para ello un tiempo lectivo semanal. Entendida como contenido curricular, la cultura de la legalidad requiere el respaldo institucional del equipo directivo de la escuela o centro y el apoyo de la Administración educativa. Además, hay que tener en cuenta que la cultura de la legalidad se transmite de forma transversal y que no puede limitarse al mero aprendizaje del derecho, aun cuando no esté de más puesto que conocer las leyes ayuda a crear una convivencia ordenada y democrática.
Aun así, el alumnado necesitaría saber junto a las nociones básicas del derecho positivo los valores que lo sostienen. En otras palabras, precisarían aprender las actitudes que preceden a las leyes y las legitiman. De hecho, si en la educación no se contempla el plus ético que conlleva vivir en común, el aprendizaje del derecho se convertiría en un conocimiento burocrático de poca eficacia en la mejora social. Es más, el aprendizaje de la legalidad debe formar parte del currículo, de la programación del aula y del proyecto educativo de centro, para que pueda haber resultados visibles o evaluables socialmente. Por eso mismo, los centros escolares pueden planificar de manera intencional actividades complementarias dentro del recinto escolar, que sigan la línea de afianzar los principios constitucionales de respeto a la diversidad y promoción de la igualdad.
En consecuencia, en la enseñanza sostenida con fondos públicos, no puede haber un veto o una censura por parte de las familias a aquellas actividades que dinamizan al centro, impulsando la convivencia en el respeto a las diferencias y facilitando la autonomía personal. El pin parental a modo de contraseña para permitir el acceso o no a los contenidos que reflejan valores institucionales en torno a la igualdad, la sexualidad y la afectividad, no es de recibo. La escuela no es un recinto en el que, en aquello en lo que converge la sociabilidad, se deba pedir santo y seña como hace el centinela a fin de impedir la entrada del enemigo.
Hay que saber que, en formación de actitudes, la labor educativa es lenta puesto que incluye aspectos conductuales, afectivos y cognitivos para conseguir efectos en la dinámica social. No es fácil y por eso es importante una cultura de centro que impregne de coherencia el discurso y el comportamiento de quienes ejercen la labor docente. Al respecto, en las sugerencias prácticas para progenitores y educadores que Gherardo Colombo da entorno a la cultura de la legalidad, indica que ésta no es una ciencia exacta como lo son las matemáticas y que educar en la legalidad significa fundamentalmente educar en el respeto a la ley vigente en un determinado momento histórico y en un territorio dado. Es ese aspecto de variabilidad de la ley el que ha de considerarse para mostrar su valor en relación con la justicia y con su capacidad para satisfacer adecuadamente las exigencias de la vida en comunidad. En suma, para educar en la legalidad hay que saber valorar la aceptabilidad de la ley que rige el Estado de derecho, que establece el conjunto de reglas fundamentales para la convivencia, que define los derechos y los deberes de las personas y que establece cuáles son y cómo funcionan las instituciones públicas esenciales.
Las leyes no son inmutables, sino que cambian en función del lugar, la cultura o el momento histórico en el que se redactan. Las leyes pueden organizar la sociedad de modo diverso, pueden instrumentalizar a las personas limitando la libertad o, por el contrario, pueden respetar sus derechos y su dignidad. De tal forma que comprender las leyes es entender su contenido, analizando si son justas o injustas, útiles o inútiles, beneficiosas o peligrosas para la comunidad. En el momento histórico en el que vivimos, no cabe en la escuela un veto en materia de igualdad, sexualidad y afectividad puesto que forma parte de la cultura cívica que niños y niñas tendrían que recibir desde su más temprana edad y porque son un exponente, entre otros muchos más, de la calidad democrática del Estado y de la escuela pública.
Amparo Zacarés Pamblanco
Instituto Universitario de Estudios Feministas y de Género Purificación Escribano – Universitat Jaume I