Artículo completo publicado en LOS OJOS DE HIPATIA el 28 de noviembre de 2020
Por Amparo Zacarés, Doctora en Filosofía y Ciencias de la Educación por la Universitat de València, y Samuel Gallastegui, Doctor en Arte y Tecnología por la Universidad del País Vasco
Dentro del panorama artístico contemporáneo, Mau Monleón Pradas (Valencia, 1965) se ha caracterizado por aplicar una clara conciencia feminista a sus creaciones, acciones e intervenciones. Artista formada en la Kunstakademie de Düsserldorf y la Universidad Politécnica de Valencia, cuenta con una dilatada trayectoria en clave de género y en favor de la causa por la igualdad. A tal fin suele insertar sus proyectos en un contexto social y público donde deja de Manifiesto su compromiso activo con el potencial político del arte. Con esa manera activista de entender el espíritu del arte, como diría la historiadora Nina Felshin, la artista conecta política, cultura y arte. Con ello, no trata de subordinar su producción artística a determinados contenidos políticos, sino que más bien pretende no dejar escapar la ocasión para conectar ambas esferas, la política y la artística, allí donde no tiene sentido mantenerlas desvinculadas.
A este respecto, el pasado mes de septiembre inició para el IVAM (Instituto Valenciano de Arte Moderno) una campaña que consistía en varias acciones para dar visibilidad a las mujeres artistas, para que estén en pie de igualdad con los hombres en los museos contemporáneos, galerías y centros de arte. Esta propuesta nos recuerda la dificultad de hacer encajar a las mujeres en una estructura de poder que se perpetúa en masculino. De hecho, la ausencia en los museos de obra de mujeres no se debe a criterios de calidad artística, sino a la inercia sexista que durante tantos siglos ha dominado la historia del arte. El sujeto creador era siempre varón de tal modo que, desde antaño, genialidad y éxito comercial llevan el marchamo masculino. Aun hoy perdura ese sesgo, incluso a pesar de saber que la invisibilidad de las mujeres en los museos se debe a criterios ajenos al arte y que su causa ha de buscarse primordialmente en el techo de cristal, la brecha salarial o al hecho de que quienes ocupan la dirección de los museos sean en su mayoría varones. Dada esta situación es comprensible que en la agenda de un arte social con perspectiva de género se reivindique que las mujeres artistas queden proporcionalmente representadas y salgan del olvido que las ha hecho invisibles y desconocidas.
Una persona con la formación, la motivación y el tiempo suficiente es capaz de crear una obra con el valor artístico como para ser coleccionada. En esto nada tiene que ver el sexo con el que una persona nazca, ni el género que decida tener. Luego, ¿cómo es posible que las exposiciones de los museos y galerías no vayan acordes con el número de mujeres que se dedican profesionalmente al arte? Seguramente porque los pretendidos criterios de calidad son un código escrito, pero luego están los «códigos rojos» como los llama Adela Cortina que son las leyes no escritas que subyacen a los códigos legales. Son las plazas que todo el mundo sabe que están dadas a pesar de convocar una oposición, o el impuesto que paga el empresario al político para conseguir la adjudicación de un presupuesto. Los intereses que mueven estos códigos del arte no son prioritariamente artísticos ni culturales, sino, como todo el mundo puede imaginar, económicos. Son las normas de un mundo de lomos plateados de Wall Street. Lo peor de este código es que inexplicablemente sigue vinculando la figura masculina a la de «genio creador» y la de mujer con la de «musa». El resultado de ambos es descorazonador: el arte realizado por mujeres se vende de media un 47,6% más barato. La colección de obras plásticas que seleccionan y conservan los museos y centros de arte son el relato de nuestra cultura material, así que lo que en realidad están haciendo los museos es perpetuar esos estereotipos invisibilizadores.